viernes, 26 de septiembre de 2008

Dos cuentos breves de Raymond Carver

EL PADRE
Raymond Carver

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela, rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
―¿A quién quieres tú pequeñín? ―dijo Phyllis―, y le hizo cosquillas en la barbilla.
―Nos quiere a todos ―dijo Phyllis―, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
―¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
―¿No es una preciosidad? ―dijo la madre―. Tan sano, mi niñito. ―Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo―. Nosotros también le queremos.
―¿Pero a quién se parece, a quién se parece? ―exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
―Tiene los ojos bonitos ―dijo Carol.
―Todos los bebés tienen los ojos bonitos ―dijo Phyllis.
―Tiene los labios del abuelo ―dijo la abuela―. Fijaos en esos labios.
―No sé... ―dijo la madre―. No sabría decir.
―¡La nariz! ¡La nariz! ―gritó Alice.
―¿Qué pasa con su nariz? ―preguntó la madre.
―En la nariz se parece a alguien ―dijo la niña.
―No, no sé... ―dijo la madre―. No creo.
―Esos labios... ―dijo entre dientes la abuela―. Esos deditos... ―dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
―¿A quién se parece este niño?
―No se parece a nadie ―dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
―Ya sé! ¡Ya sé! ―dijo Carol―. ¡Se parece a papá! Todas miraron al bebé de muy cerca.
―¿Pero a quién se parece su papá? ―preguntó Phyllis.
―¿A quién se parece papá? ―repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
―¡Vaya, a nadie! ―dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
―Calla ―dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
―¡Papá no se parece a nadie! ―dijo Alice.
―Pero tendrá que parecerse a alguien ―dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.


MECÁNICA POPULAR
Raymond Carver

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana ―una ventana abierta a la altura del hombro― que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina. Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas. Así, la cuestión quedó zanjada.



No hay comentarios: