jueves, 25 de junio de 2009

Ejercicio para la elaboración de diálogos

Por: Betuel Bonilla Rojas

Justificación:
El diálogo, asumido en su condición de fortaleza narrativa, está siempre revestido de un carácter de dinamismo y fluidez secuencial. En los diálogos, los personajes, no importa el tipo de narrador que los guíe, intervienen de primera mano y nos hacen sentir, de forma directa, aquello que les provoca cierto tipo de reacciones. En el diálogo el narrador no desaparece, sólo se oculta transitoria e intencionalmente para que sean los personajes los que enteren al lector de algunas situaciones del relato. En ocasiones, si el diálogo no supera la capacidad de plasticidad y fuerza narrativa de la voz del narrador, se hace innecesario. Baste, para mirar la eficacia de los diálogos en la suplantación de la voz narradora principal, algunos cuentos de Ernest Hemingway, Edmundo Valadés o Gabriel García Márquez.

Ejercicio:
A continuación encontrará una situación narrativa contada por una voz narradora en la variante clásica de la tercera persona. Dicha situación puede ser sustituida por un diálogo, también clásico, mediado por la voz narradora (trabajar a partir del modelo de “Los asesinos”, de Ernest Hemingway, o apelando a la forma de diálogo en el que la voz narradora se oculta definitivamente en las interlocuciones y tan sólo crea el contexto previo adecuado (trabajar a partir del modelo de “Un día de estos”, de Gabriel García Márquez). El texto tiene ciertos énfasis que no se pueden perder; por el contrario, el diálogo debe procurar afianzarlos, mediante gestos, giros del cuerpo, pausas, preguntas o exclamaciones, silencios y elipsis.

Situación narrativa:
Fue en aquella ocasión, apremiado por las constantes apariciones de Isabel en su oficina —apariciones que demás está señalar lo desesperantes que eran y lo mucho que lo hacían salirse de sus ocupaciones—, que Óscar tomó la decisión de cantarle algunas verdades, por supuesto, con las debidas interrupciones y defensas de ella. Le dijo, por ejemplo, que de no ser por él, ella andaría todavía en aquel barrio miserable, con el mismo novio oportunista que le sobaba las piernas con el único propósito de usufructuar su virginidad, y aunque ella respondió algo sobre el placer en un repentino susurro, él contraatacó enumerando todas las posibilidades y ventajas de las que ahora gozaban su madre y sus hermanos (porque su papá era un viejo borracho que los había abandonado), y entró a enumerarle, una a una, las ocasiones en que ponía a disposición de su familia no sólo su dinero, sino sus influencias y sus contactos. No en vano ahora sus hermanos andaban en lujosos carros y desparramaban a manos llenas un dinero que sin su ayuda jamás hubieran logrado conseguir. Como Isabel agachaba la cabeza y de vez en cuando repostaba con cierta risilla provocadora, o algún monosílabo lo suficientemente alto como para que él percibiera la enorme carga de desprecio que había en éstos, él doblegaba la intensidad de su furia y le escupía más y más favores, siempre dejando deslizar algún adjetivo de ésos en los que se percibe el más notorio desprecio por el otro, por el que está al frente. De todas maneras, cualquiera que presenciara este tipo de escenas, muy frecuentes en cada mañana, presagiaría, merced a la manera en que cada uno asumía la retirada, que siempre la triunfadora era Isabel, así, vista en primera instancia, fuera la que menos hablara.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Abelardo Castillo

Abelardo nació en San Pedro (Prov. de Buenos Aires) el 27 de marzo de 1935. Comenzó a publicar cuentos hacia 1957 –Volvedor ganó un premio en el concurso de la revista Vea y Lea en 1959, siendo jurado Borges, Bioy Casares y Peyrou–. Fundó El Grillo de Papel, continuada por El Escarabajo de Oro, una de las revistas literarias de más larga vida (1959-1974) en la época, caracterizada por su adhesión al existencialismo, al compromiso sartreano del escritor. Su primera obra de teatro, El otro Judas (1959), reitera el problema de la culpa que asume el traidor del Nazareno, tal vez como un secreto instrumento de Dios, quizá desde el acto existencial de la responsabilidad de un hombre por todos los hombres. Culpa y castigo que son tema de numerosos cuentos de este narrador, un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches, los cuarteles, las calles de la ciudad o de pequeños pueblos de provincia, donde sus personajes llegan, por lo general, a situaciones límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para dirimir un pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En otros cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, al vivir en tensión de sus criaturas. Algunos relatos incursionan en el delirio y lo fantástico y son secretos homenajes a Poe, a quien Abelardo Castillo transformó en personaje teatral en Israfel, obra premiada por un jurado internacional y que tuviera aquí un largo éxito. Dirigió también la revista El ornitorrinco (1977-1987). Algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco.

La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo

Gracias a la gestión de las directivas de Renata (Red Nacional de Talleres Literarios), durante el mes de enero de 2009 tuvimos con nosotros a Pablo Ramos, ese extraordinario escritor argentino que nos regaló la lectura de sus maravillosas novelas El origen de la tristeza y La ley de la ferocidad. Pero como cada escritor trae su propio baúl de preferencias, con él llegó nada menos que Abelardo Castillo, otro escritor argentino relativamente desconocido entre nosotros pero no por eso un enorme escritor. A continuación este cuento como un abrebocas para salir corriendo a buscar su obra. Betuel Bonilla Rojas.
La madre de Ernesto
Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia— nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
—¡No!
—Sí. Una mujer.
—¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos —porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias—, y luego, en voz baja, preguntó:
—¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
—¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
—¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
—Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
—Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
—Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
—Pero es la madre.
—La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
—Y se los come.
—Claro que se los come. ¿Y entonces?
—Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
—Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
—Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo —quién sabe— que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
—No digas porquerías, querés —me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
—No se lo deben de haber prestado.
—A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
—No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
—¿Cómo será ahora?
—Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
—Esto es una asquerosidad, che.
—Tenés miedo —dije yo.
—Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
—Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
—No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:
—¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
—Es Julio —dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
—Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
—Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
—¿Cuánto falta?
—Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
—Al fin de cuentas, es un castigo —tu voz, Aníbal, no era convincente—: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
—¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
—¿Y si nos hace echar?
—¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
—Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
—A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
—Como en misa —dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
—¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
—¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados —eso: separados— delante de ella. Me encogí de hombros.
—Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
—¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
—Voy yo —murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.

lunes, 2 de marzo de 2009

Mempo Giardinelli


Mempo Giardinelli

Mempo Giardinelli es un escritor argentino, cuya obra ha sido muy bien recibida por la crítica y los lectores de diferentes culturas. Nació en Resistencia, Chaco, República Argentina. Vivió en Buenos Aires entre 1969 y 1976, estuvo exiliado en México entre 1976 y 1984, y cuando regresó fundó y dirigió la revista "Puro Cuento" (1986-1992). Actualmente reside en Resistencia. Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios en todo el mundo, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos 1993. Es autor de varias novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina, España, Chile y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo. En 2007 recibió el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Poitiers, Francia. Novelas: La revolución en bicicleta (1980), El cielo con las manos (1981), Luna Caliente (1983), Qué solos se quedan los muertos (1985), Santo Oficio de la Memoria (1991), Imposible equilibrio (1995), El Décimo Infierno (1997), Final de novela en Patagonia (2000), Cuestiones interiores (2003), Visitas después de hora (2004); Cuentos: Vidas ejemplares (1982), Cuentos-Antología Personal (1987), Carlitos Dancing Bar (1992), El castigo de Dios (1993), Cuentos Completos (1999)Gente rara (2005), Estación Coghlan (2006); Ensayos: El Género Negro —Ensayo sobre novela policial— (1984), Así se escribe un cuento —Ensayos y entrevistas— (1992), El País de las Maravillas. Los argentinos en el Fin del Milenio (1998), Diatriba por la Patria.

Cuentos recomendados por maestros del género, según Mempo Giardinelli

En el libro Así se escribe un cuento, el escritor Mempo Giardinelli realiza una serie de entrevistas a escritores a quienes él reconoce y estima como maestros en el género breve. El creador de Puro cuento, una de las revistas más emblemáticas del género en América, insiste en la parte final de sus preguntas para que los entrevistados revelen los nombres de aquellos cuentos que los han marcado como lectores, y como escritores, y que eventualmente puedan servir de hoja de ruta para posibles escritores de cuentos. Obviando aquellos textos que se consideran ya piezas célebres del género, y que de tan populares resulta una redundancia mencionarlos —los más conocidos de García Márquez, de Borges, de Quiroga, de Hemingway, algunos de Cortázar—, se deja a disposición de los lectores este listado, sacado a mano, para que cada quien los rastree y se disponga a compartir la felicidad que sintieron los maestros al leerlos:

*La perfecta casada – Angélica Gorodischer
*La última huelga de los basureros – Bernardo Kordon
*El juguete rabioso – Roberto Arlt
*Escritor fracasado – Roberto Arlt
*Babilonia revisitada – Scott Fitzgerald
*Penas tempranas – Scott Fitzgerald
*El sueño de Tennessee – Brett Harte
*Loa bandidos de Poker Flat – Brett Harte
*Los papeles de Aspem – Henry James
*Las grandes ilusiones – Charles Dickens
*La dama de espadas – Alexander Pushkin
*Las dos Elenas – Carlos Fuentes
*Los compas – Edmundo Valadés
*La muerte tiene permiso – Edmundo Valadés
*Instrucciones para John Howell – Julio Cortázar
*Axolotl – Julio Cortázar
*El tío Facundo – Isidoro Blaisten
*En memoria de Paulina – Adolfo Bioy Casares
*Cenin – Akutakagua
*En absence – Max Beerbohn
*Enoch Soams – Max Beerbohn
*El infante – Máximo Gorki
*La inundación – Enrique Wernicke
*El señor cisne – Enrique Wernicke
*Hojas rojas – William Faulkner
*La caja de vidrio – Ricardo Piglia
*El zapallo que se volvió cosmos – Macedonio Fernández
*Las hortensias – Felisberto Hernández
*El prodigioso miligramo – Juan José Arreola
*Hierba del cielo – Marco Denevi
*Charlie – Marco Denevi
*El rey de Finlandia – Carson McCullers
*El murciélago – Luigi Pirandello
*Las dos mujeres – Giuseppe Marotta
*El marinero de Ámsterdam – Guillaume Apollinaire
*La muerte viaja en una Olivetti – Miguel Ángel Molfino
*Exactamente como los perros – Dylan Thomas
*Una tragedia en Harlem – O’Henry

Betuel Bonilla Rojas

domingo, 23 de noviembre de 2008

Julio Cortázar


Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de Agosto de 1914, de padres argentinos. Llegó a la Argentina a los cuatro años. Paso la infancia en Bánfield, se graduó como maestro de escuela e inició estudios en la Universidad de Buenos Aires, los que debió abandonar por razones económicas. Trabajó en varios pueblos del interior del país. Enseño en la Universidad de Cuyo y renunció a su cargo por desavenencias con el peronismo. En 1951 se alejó de nuestro país y desde entonces trabajó como traductor independiente de la Unesco, en París, viajando constantemente dentro y fuera de Europa. En 1938 publicó, con el seudónimo Julio Denis, el librito de sonetos ("muy mallarmeanos", dijo después el mismo) Presencia. En 1949 aparece su obra dramática Los reyes. Apenas dos anos después, en 1951, publica Bestiario: ya surge el Cortázar deslumbrante por su fantasía y su revelación de mundos nuevos que irán enriqueciéndose en su obra futura: los inolvidables tomos de relatos, los libros que desbordan toda categoría genérica (poemas-cuentos-ensayos a la vez), las grandes novelas: Los premios (1960), Rayuela (1963), 62/Modelo para armar (1968), Libro de Manuel (1973). El refinamiento literario de Julio Cortázar, sus lecturas casi inabarcables, su incesante fervor por la causa social, hacen de él una figura de deslumbrante riqueza, constituída por pasiones a veces encontradas, pero siempre asumidas con él mismo, genuino ardor. Julio Cortazar murió en 1984 pero su paso por el mundo seguirá suscitando el fervor de quienes conocieron su vida y su obra.